Hicieron falta dos bombas pero, al fin, murieron. Como Dori.
Lo del día anterior no había funcionado. Federico había descargado su arma por doquier, a bocajarro, gritando, con los ojos cerrados, inyectados en sangre bajo sus cansados párpados. “¡MORIIIIID!” había maldecido con un grito ronco y desesperado. Sus rodillas temblaban. A la altura de la cintura su cuerpo se inclinaba hacia atrás, y sus erguidos brazos terminaban en unos dedos índices que pulsaban un mismo gatillo en ráfagas de siete segundos. “¡Morid, malditas!”.
Uno no llega a esa situación así por las buenas. Tampoco lo desea. Es la desesperación, el odio, la rabia, la ira, al fin y al cabo, quienes le empujan a semejantes acciones. Eso se decía a sí mismo, mientras entraba al dormitorio dispuesto a la matanza. “Somos animales y, como tales, nos mueve el espíritu de supervivencia. O ellas o yo”. Entonces, arma en mano, cruzó la puerta.
No le había sido difícil conseguirla, tampoco lo consideró exagerado, la situación había llegado a un punto de insostenibilidad tal que la jugada fue forzada. No había posibilidad alguna de convivencia, ni otra solución. Por eso hizo esa compra, y por eso estaba a punto de llegar a la puerta.
Tenía un problema, uno de los gordos. Su pelo alborotado, su desencajada sonrisa, las ojeras y las cicatrices ensangrentadas de su cuerpo, unidas a su atuendo de ropas viejas y rasgadas, no daban para nada la imagen de un hombre en sus cabales, parecía un psicópata, un loco… Soltó una carcajada histérica al verse reflejado en el espejo del pasillo que llevaba al dormitorio. “Allá voooo-y” anunció con los ojos en blanco.
Ignorar su presencia no había dado resultado, de ahí el comienzo de la cruzada. Por momentos parecía estar solo, pero a ratos… a ratos las veía, sí, las veía, estaba claro que estaban allí. “O no…” pensaba al instante “habrá sido…” pero nunca conseguía terminar la frase.
Anteriormente sí que había barajado otras opciones, empezando por la precaución. La sola idea de su posible presencia le había hecho imaginar sus malignas sombras cerniéndose sobre su cuerpo. Se había deshecho de las pertenencias de Dori, algo que le causó un gran pesar, pero le hizo pensar que era imposible que se hubieran instalado en su casa, ante sus ojos, los de alguien tan observador y alerta. El sentimiento de repugnancia había sido tan fuerte, que se había duchado con un estropajo a modo de esponja repetidas veces, y había puesto tres lavadoras.
Con lo feliz que había sido siempre… Los veranos eran tranquilos, sosegados, la calma lo impregnaba todo, y todo era descanso. Pero, como si de un mal presagio se tratase, la muerte de Dori había abierto la ventana a la tristeza, que se cuela entre los huecos de la persiana como los rayos de sol del amanecer, dando en los ojos, imposibilitando el sueño, agotando.
Había encontrado su cuerpo inerte una mañana en medio de la sala de estar, como si hubiera ido a morir en el sofá tendida, sin que le hubiera dado tiempo. Era mayor, sí, una abuela, y uno lo tiene en mente todo el tiempo, pero cuando ocurre es un golpe de realidad de los que dejan K.O. Se la había llevado su anciano corazón, no se lo esperaba.
En el último examen médico no le habían comentado nada sobre eso, había quedado en un segundo plano, desplazado por la presencia de un ganglio mamario inflamado, una dolorosa infección, inoperable a su edad, pero tratable.
Más eclipsado si cabe había quedado el diagnóstico de la anterior visita, en la que todo parecía ir bien, salvo un detalle: “Federico, tu gata tiene pulgas”.
Pd. NO soy ilustrador, ni lo pretendo. Tampoco escritor. Es sólo un juego.
Pues “juegas” de lujo. He releido el texto y me sigue pareciendo que mantiene muy bien el interés hasta el final. Me encanta.
Un abrazo.
Gracias, amigo. Viniendo de ti es un gran halago. Un abrazo de vuelta.